Como todos los días, al bajar a la calle, después de volar por los escalones que separaban la calle de la casa de mis padres, lo primero que veía si miraba a mi izquierda eran las “ troneras”, si miraba a la derecha, la Plaza de España.
Siempre prefería adelantar mis pasos hacia la calle Honduras, recorría por la sombra toda la calle y ante mis ojos aparecía poco a poco el mar en todo su esplendor.
La mayoría de las veces mis pasos me llevaban hasta la Cruz de los Caídos, porque mi padre se apostaba allí con su montón de cañas, aparejos, bolsitas, su botella de agua................ toda una ceremonia, cuando llegaba a su lado, siempre orgulloso, me mostraba su pequeño capacho, donde casi siempre se debatía en contorsiones algún pez, recuerdo que yo siempre le regañaba, no me gustaba que pescara, me partía el corazón ver aquellos pececillos con sus agallas abiertas intentando respirar. Mi padre siempre tenía una sonrisa y una carcajada preparada después de mis inocentes comentarios.
Con el paso del tiempo la Alameda se convirtió para mi en el lugar de encuentros con mis amigos y amigas, tardes y noches de charlas existenciales, mis primeros coqueteos con la “maría”, risas nerviosas cuando se acercaba el chico que hacia que volaran en mi estomago todas las mariposas del mundo, la Alameda fue testigo de mi primer beso y me vio pasear de la mano con un chico por primera vez, ella guarda muchos de mis secretos.
También la Alameda sirvió de telón de fondo para cuando llego la hora de plasmar la estampa, llena de ilusión, de un par de novios que acababan de pasar por la Iglesia.
Ya no pescaba mi padre en aquel entonces, al menos no en la Cruz de los Caídos, ya no estaba a mi lado, se había marchado, inesperadamente un 30 de Marzo, sin decir adiós, lo echaba de menos ese día, aun hoy, pasado muchos años, lo sigo echando de menos
Con el paso de los años, la Alameda sigue siendo uno de mis lugares preferidos, paseaba con mi hijo cuando era pequeñito, y a fuerza de tanto llevarlo por sus jardines se ha convertido en un verdadero enamorado de sus vistas, subimos a la Punta San Felipe, donde siempre hacemos una parada, desde allí la vista es preciosa, luego paseamos despacio, admirando, al pasar por la casa donde vivía con mis padres, siempre me pide que le cuente historias de cuando yo era una niña de su edad.
Me gustaría, cuando llegara a la vejez, seguir paseando por la Alameda, llevando de la mano a mis nietos, y contarle historias de su padre, de su abuela y de su bisabuelo.
Charo.
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